… Isabella observaba a El Machete con respeto, a quien no podía dejar de ver como si fuese su padre. “Si aún papá estuviera conmigo, probablemente luciría como él”, pensaba en medio de las sobras de la escaza capacidad de razonamiento lógico que le quedaba, ya que sus emociones se precipitaban tan rápido como aquellas gotas de sudor que recorrían sus piernas mientras su mente gritaba permanentemente en voz alta el único pensamiento sobreviviente desde las 2:30 a.m. cuando un fuerte trueno la llevase a percatar de que la luz azul de la habitación de quien cada noche secuestraba sus suspiros, no estaba encendida. ¿Dónde putas estará Camilo? Se preguntaba a sí misma.
Nacido en una pequeña población cafetera del Tolima, levantado en Bogotá de donde aún conserva residuos de la cadencia del hablar capitalino, aquel joven era confeso amante de la literatura profunda. La Divina Comedia, El Quijote, Poema de Gilgamesh, Cien Años de Soledad y Ulises ocupaban más espacio en su maleta que la misma ropa oscura que vestía. Su conducta discrecional y mirar reflexivo eran sus principales atractivos para mujeres, mayores y jóvenes y hombres, jóvenes y mayores. Gustaba llegar temprano a leer a su pequeño cuarto, tan húmedo como el inmenso solar inundado contiguo a la vieja morada en que vivía, donde el relente de la madrugada se entremezclaba con las resinas de la madera encerada cada tres días por la veterana Inés, la concubina de Don Matías, cuyas grandes caderas despertaban sórdidos comentarios por parte de viejas tan chismosas como ella, la más chismosa del barrio.
En medio de aquel gélido santuario, tan frío como las madrugadas en el Pico Cristóbal Colón, cada noche estallaban chasquidos provenientes de la hoguera pasional allí encendida. Un desteñido y ladeado cuadro del libertador Bolívar – ubicado desde siempre sobre el espaldar de su cama – custodiaba la puerta por la que sagradamente pasadas las 11 p.m. Isabella ingresaba de puntillas hasta meterse en las sábanas de su custodio, vestida tan solo con un ligero camisón de algodón, pasado a las rosas que expide el candor de la mujer que en realidad ama, para en cada madrugada caer el telón después de presenciada la escena más carnal jamás contada.
Nadie sabía por qué el joven de finos modales, ojos añil, vestido clásicamente y siempre de gris o negro, a quienes desconocidos apodaban el ángel – por la mirada serena revestida de inquietud que producía al pasar – había ido a parar a tremendo cuchitril, signado por la fama de aún ser una casa de lenocinio donde la población masculina adulta mayor del pueblo y pueblos vecinos no olvidaba sus noches de jarana en el salón principal de Doña Leonor, la Madame de Guayaquil, quien sagradamente – el primer viernes de cada mes – ofrecía en subasta a jóvenes vírgenes que reclutaba en veredas, producto de su malsana habilidad para engañar a las familias más pobres, bajo la promesa de un mejor futuro para ellas. (Apartes del cuento “Ojos Celestes”, Autor: Andrés García).