Ojos Celestes (I Parte) Autor: Andrés García

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Tañan las campanas de la Iglesia San Juan del Divino anunciando que, en minutos,  comenzará la Santa Misa dominical de las 6:30 am. Isabella, una joven de piel dorada, cabello castaño rizado y ojos color miel de mirar profundo – surcados por un par de cejas gruesas heredadas de su padre, de quien apenas conserva un difuso recuerdo de su infancia, de finas facciones óseas, piernas largas y pechos pequeños, fisonomía rebelde a la de sus tías maternas que viven en Buga, reconocidas por ser bastante tetonas – se dispone a cerrar con llave la puerta de su habitación para asistir a la ceremonia religiosa no sin antes advertir que Camilo, el joven apuesto de ojos celestes, cinco años mayor que ella, quien había rentado hace menos de un mes el cuarto contiguo al suyo en aquella pensión donde habitan quince personas más y con quien ha venido compartiendo en interminables veladas nocturnas más de lo que la tradición patriarcal permite, no llegó a dormir la noche anterior.

Tras abrir el viejo portón de madera de aquella pensión, vencido por las grietas del tiempo que traspasan en las mañanas la luz del día, formando figuras geométricas sobre la deteriorada madera del corredor interno que conduce a todas las habitaciones, el hombre que renta los pequeños y fríos cuartos ingresaba rápidamente a su casa – con la ropa emparamada como consecuencia del fuerte aguacero que aún caía en la ciudad, como hace 70 años no llovía – a fin de tomar del viejo escaparate de su habitación las llaves que había olvidado al salir temprano, con las cuales abriría el candado del puesto de dulces que tiene instalado a tan solo diez cuadras de su casa para poder vender desde temprano las mismas golosinas que ha vendido durante los últimos 35 años, para sustento propio y el su única hija Sara, heredera de sus negocios, cómplice decidida de aquella relación clandestina que cada noche – desde hace dos semanas – sofoca la moral de la apretada vivienda.

¿Sabe usted si Sara ya salió para la misa del Padre Aristóbulo? Preguntó con voz trémula Isabella al dueño del hostal, con la verdadera intención de encontrar a su confidente y conocer si quizás tendría alguna información acerca del paradero de quien en las últimas frías noches le había arrebatado – además del sueño – emociones y sudores íntimos jamás nunca antes experimentados. ¡No! Respondió cortante aquel hombre mayor, en signo de no querer extender la conversación. De voz grave y avejentada, agujerada por el tabaco y el ron, el viejo Matías – apodado El Machete debido a la gran cicatriz engrosada que marcaba su sien izquierda, la cual lo acompaña desde que prestó su servicio militar obligatorio cuando la base del campamento en el que se encontraba fue asaltada en la madrugada de un jueves santo por un grupo insurgente de la guerrilla colombiana y una bala le rozó su entonces juvenil y varonil rostro – vigilaba la pensión como el poste de luz observaba la lluvia incesante que desde hace tres días caía en la región, ocasionando inundaciones y desplazamientos que obligaron al Alcalde a decretar la emergencia sanitaria. 

Acelerado, más mal humorado que de costumbre, su premura por regresar al puesto de dulces era lo único que en ese momento le importaba a fin de poder bajar bandera ese día, vender sus productos a la entrada y salida del templo a los menores de edad que sus padres llevaban a la eucaristía, toda vez se acercaran al festín de glucosa y calorías vacías más apetecidos de la zona.