La mente humana tiene una muy cualificada capacidad a la hora de codificar y descodificar información, de manera consciente e inconsciente. En un primer plano el oído registra los estímulos auditivos, los cuales varían conforme al interés puesto y el entorno. Este registro es procesado por el cerebro humano, comando central de operaciones, encargado de almacenar – en parte en los denominados cajones emocionales – su contenido, depositándolo en un recipiente al cual acude continuamente en búsqueda de datos que le ayuden a resolver situaciones, manejar conflictos o, sencillamente, expresar ideas y argumentarlas.
Aplicando un ejemplo cotidiano y muy simple, pensemos en la despensa de nuestra cocina, aquel lugar donde con antelación guardamos los insumos que emplearemos para cocer nuestros alimentos. ¿De dónde salen los ingredientes en el momento de preparar nuestra comida? Pues sencillamente de lo que hemos ubicado en aquella despensa.
De igual manera, gran parte del contenido inconsciente que nuestra mente posee se alimenta de aquellos mensajes manifiestos y latentes procedentes del playlist propio e impuesto que escuchamos, fenómeno que en mi criterio ha acontecido desde que la música existe. En otras palabras, mi premisa es que lo que escuchamos influye directamente en las emociones que experimentamos, los pensamientos que tenemos, los sentimientos y palabras que comunicamos y, por consiguiente, en nuestra vida. De allí la importancia de observar aquello que escuchamos, de mirar lo que se escucha, tomar consciencia, establecer filtros mentales y reconfigurar nuestro software a partir de contenido propositivo y hasta del mismo silencio. El ruido, como la avena, se le nota a las personas.
Pensamientos de escasez, empequeñecimiento, inmerecimiento, ausencia, carencia, desconfianza y hasta miedo, provenientes de muchas de las canciones que desprevenidamente escuchamos o que se nos imponen – casos concretos al abordar un taxi, ingresar a un establecimiento público, por YouTube o Spotify, en cuyas ventanas se imponen contenidos que son tendencia, por lo general con mensajesemocionales negativos – cercenan las posibilidades de un universo lingüístico propositivo que emocionalmente nos ayude a avanzar en la vida, coartando la probabilidad de identificar palabras que en efecto se correspondan con nuestra grandeza.
Debo confesar que en reiteradas oportunidades me he levantado en las mañanas tarareando una canción con la que ni me identifico, mucho menos me representa o guste. Su sonsonete, como el chicle al zapato, se adhiere a las paredes de mi pensamiento bajo la observancia de la mente que perpleja no deja de preguntarse ¿Por qué carajos no me puedo sacar esta “cancioncita” de la cabeza?
¡Menos letras de despecho y revanchismo, menos loas al licor, la rumba, la tusa o los cachos! Menos mal hace años no las escucho. No deje que esta energía se siga filtrando en su software mental. Confirmar la hecatombe que proviene de muchos de los mensajes empobrecidos de incontables canciones de todo género y tipo, de ayer y hoy, es un primer y gran paso para empezar a decantar la discoteca mental que muy seguramente tenemos la inmensa mayoría. Cuidar lo que escuchamos no es solo cuestión de estilo. ¡Es cuestión de supervivencia!