Por Andrés García
Me encontraba caminando por la ciudad acelerando el paso al andar, a fin de que me rindiera el tiempo frente a las varias actividades que ese día debía desarrollar, cuando al pasar por una acera del centro observé que tres jóvenes, entre unos 18 y 21 años de edad, en promedio, departían entre sí sentados en el andén.
De entrada me parecieron ser tres estudiantes universitarios de primer semestre, aguardando la hora de su próxima clase. La idea era absolutamente pertinente en vista del buen número de Universidades e Instituciones que alberga el sector. El registro visual no me indicaba nada nuevo hasta que en el momento de pasar frente a estos, uno de ellos me interpeló en un tono familiar, sin mayor aspaviento y si con mucho arrojo expresando en voz alta: “Señor, regálenos pa’l porro”.
Sus palabras no pasaron inadvertidas. Como la lluvia que intempestivamente decide caer, sentí en todo mi cuerpo el chaparrón de sus palabras. Una mueca alcanzó a escaparse de mi rostro en señal de asombro. – “La gente ya no pide dinero para comer. Ahora lo hace para sostener su vicio”, me dije. No pude dejar de pensar en la que posiblemente era su abnegada madre. Una mujer de unos 45 años de edad, cabeza de hogar, cuyo puesto de arepas ha permitido junto a su inquebrantable Fe sacar adelante a su hijo y a sus tres hermanos menores. Esa misma que ansia a que su pupilo se gradúe pronto para que así aporte con el sustento que demanda el hogar. Ni en sus peores sueños imaginaría que Juan Miguel (Así bauticé al joven) estaría en la calle abordando a cuanto transeúnte pasara, pidiéndole dinero pa’l porro.
No soy ningún mojigato y menos cuestiono el libre derecho a la personalidad, máxime en un país democrático. Lo que sí me asombra es la desfachatez de algunos de pedir para calmar sus vicios. Juan Miguel no representa a todos los jóvenes de hoy en día ni mucho menos, pero sí a una considerable torta de la población. Personas que deambulan por la vida, estando sin estar, zombies urbanos, sin mirada ni visión, enajenados de sí mismos, entregados al placer inmediato que afirman les provee las sustancias psicoactivas, el licor, las drogas, sin dimensionar sus terribles consecuencias.
A nuestros jóvenes no los hemos formado adecuadamente en la construcción de una autoestima fuerte ni en la estructuración de una vida con propósito y al servicio. Que algunos estén pidiendo pa’l porro y con ello busquen evadir temporalmente su realidad, me lleva a expresar vergüenza en nombre propio y de la generación a la que pertenezco, ya que considero que de alguna manera les hemos fallado.
No es satanizándolos bajo determinada ideología como lograremos entenderlos y concientizarlos. El reto que nos asiste será identificar cómo inspirar un giro propositivo en sus vidas donde la lectura, por ejemplo, sea – además de fuente de conocimiento – la herramienta fundamental para “hacerles volar el cerebro”.
Quizá reiventarnos a nosotros mismos y ser ese cambio que ellos merecen podría ser un primer gran paso. Escucharlos y promover el diálogo sincero también puede contribuir en avanzar como colectivo para frenar el maldito consumo.