Por Andrés García
Vivimos atrapados en el dolor que experimenta nuestro niño lastimado. En algún momento de nuestra vida, probablemente sentimos que no éramos lo suficientemente buenos para nuestros padres o para algo en específico.
Quizá un adulto, representado en un familiar, un profesor (a), empleó una expresión inapropiada al momento de dirigirse hacia nosotros, manifestó un gesto ofensivo no verbal o, simplemente, no nos tuvo en cuenta en algún momento específico. Quizá nos dejaron solos o a lo mejor nos mandaron a callar, quedando estas huellas grabadas en lo más profundo del inconsciente, activándose de adultos ante el menor estímulo que evoque su respuesta, trayendo al presente esa incómoda mezcla de emociones entrelazadas: Tristeza, rabia, culpa.
La culpa nos acompaña. Nos cuesta comprender que echando a perder, se aprende. El guión de la cultura latina es claro y define al detalle las letras de los parlamentos que debemos expresar al momento de ser y de interactuar. ¿Cuántas de nuestras palabras diarias evocan la culpa?
Las prácticas religiosas, doctrinantes, aleccionadoras nos programan mentalmente desde muy jóvenes para sentirnos culpables, muy culpables, bastante culpables: “Por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa”. Todo pareciera estar orquestado para atentar en contra de nuestra gracia, en detrimento de nuestra propia valía: Si comemos de más, sentimos culpa; si gastamos de más, sentimos culpa; si tenemos pensamientos inapropiados, sentimos culpa; qué decir cuando uno mismo yerra, el sentimiento de culpa es inversamente proporcional al tamaño de la equivocación: Ante errores simples, solemos sentirnos fatal. Cosas sencillas que nos suceden a todos los seres humanos, terminan por atormentarnos, alimentando esa incómoda sensación de haber fallado.
Estamos codificados, socialmente, para sentirnos culpables. Somos como una especie de zombis que deambulamos con la lápida en el pecho. Lo que sucede es que la culpa es altamente rentable. Con frecuencia nos conduce a procurar enmendar la situación por medio de una acción cuyo costo busca hacer contrapeso al tamaño del error cometido. Mientras más culpables nos sentimos, mayor es el tamaño del regalo.
En realidad, no sé que tan culpables seamos las personas frente a situaciones vividas que, al estilo de un hierro ardiendo, se posa en nuestro pecho recriminándonos nuestra falta, infracción, pecado, desliz, incumplimiento, fallo, omisión o error.
Con esta reflexión no pretendo exonerar ni mucho menos indicar que por supuesto no existan situaciones donde alguien deba recriminarse por la falta cometida. A lo que hago alusión es a que un buen número de personas andamos por la vida, tantasveces, sintiéndonos temerosos, recriminados, censurados, culpables de situaciones cuando fuimos niños (as), de las que – definitivamente – no somos responsables.
Esa culpa que habita en la mente es la que debemos de erradicar de nuestro software parareconectarnos con la sensación de gracia vital, con elsentimiento de amor y paz del cual provenimos y que somos: “Por mi gracia, por mi gracia, por mi gran gracia”. *Director de Cultura de Risaralda.