Castillo de Naipes

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Por Andrés García

“¡Corten! Gracias Andrés. Estamos fuera del aire. Todo salió muy bien”. Ese fue entonces el santo y seña con el cual mi productor me confirmaba que aquel programa de televisión, que entonces presentaba por Telecafé – en vivo y en directo – había concluido. La magia del momento escénico, con un set de colores, luces y el agite propio de los en vivo se esfumaba en tanto la compleja realidad asomaba por la puerta del canal.

Eran las 8:05 pm del jueves 26 de marzo de 2020. La Covid 19 había, literalmente, encerrado a la humanidad en sus casas. Solo unos cuantos deambulábamos por las calles en cumplimiento a nuestro deber profesional, a fin – como en mi caso – de poder informar a la ciudadanía acerca de la pandemia, recomendaciones de expertos, números de asistencia y, en lo posible, orientación y auxilio.

Me desempañaba en calidad de Jefe de Comunicaciones de la Gobernación de Risaralda. El domingo 15 de aquel mes, junto al Gobernador Víctor Manuel Tamayo y al Secretario de Salud Javier Marulanda, se nos confirmaba la triste noticia del primer caso de Covid en el departamento. Nos enfrentábamos a un enemigo letal, sin rostro aparente, el cual asechaba a todas las personas que tuviésemos contacto físico. La vida es prioritaria y, por tanto, estar en casa era un imperativo mundial.

Recuerdo que al salir de los estudios de televisión, caminé solo por las calles de mi ciudad rumbo a mi apartamento. No habían parqueaderos donde dejar mi automóvil. Tampoco servicio público. Una gran luna iluminaba las vías en medio de una calma aparente, como la del niño que descansa en su habitación sin imaginarse el tamaño y la peligrosidad del monstruo que duerme debajo de su cama.

Aquella escena me recordó un thriller de Will Smith, disponible en Netflix, donde pareciera que Él es el único sobreviviente de un holocausto zombi, solo que no se trataba de un film de Hollywood. Ni siquiera sentía temor de ser atracado. Los ladrones también estaban asustados en sus refugios, seguramente escuchando noticias o quizá , por qué no, aún digiriendo el programa de televisión que acabábamos de emitir.

Me asaltó sí una enorme sensación de vacío e impotencia, como nunca antes la había experimentado. Creí que era el final de nuestra especie. Los edificios y casas, en cuyos interiores aguardaban familias enteras desconcertadas, lucían como enormes cíclopes testigos de la desolación. La calma nocturna y silente contrastaba con la ruidosa embestida de pensamientos negativos que internamente secuestraban cualquier asomo de luz en medio de la dantesca complejidad presenciada.

Todos anhelábamos que el mundo regresara a la “normalidad”. Como me cuesta entender ese concepto. ¿Qué es lo normal? ¿Aquello que convencionalmente se ha definido como aceptable? Y si la sociedad, compuesta por personas que nos equivocamos permanentemente, se equivoca ¿No pueden estar igualmente errados esos criterios que definen lo “normal”? Queríamos fundirnos en un abrazo conjunto, nos cimbrábamos al escuchar que un conocido, un familiar, perdía su batalla contra la Covid 19. Juramos cambiar, dejar a un lado la indiferencia, la apatía social. La oración fue nuestro refugio y la esperanza la única llama encendida en medio del oscuro panorama.

El cinco de este mayo de 2023 – tres años después de esta anécdota verídica – la OMS declaró el fin de la emergencia internacional por la Covid 19. La gente regresó desde hace meses a las calles, sitios de trabajo, colegios y lugares de entretenimiento. En los aviones ya no exigen tapabocas.

Gracias a Dios, vacunados y no, el grueso sobrevivimos y recordamos con sumo respeto y nostalgia a quienes no lo hicieron; sin embargo, aquella “normalidad” también regresó: Indiferencia social, indolencia frente al dolor del otro, desconfianza. Como un castillo de naipes se desmoronaron las cientos de promesas de cambio durante la pandemia.