(Apartes obra inédita, modalidad Cuento)
Por Andrés García
Casi inadvertida, arrastrando con dificultad su lánguido y esquelético cuerpo – a causa de los males que aquejan a quienes son vencidos por el paso del tiempo en razón a años de trabajo físico, trasnocho, cigarrillo en exceso y mala alimentación – Esther Puentearanda se esconde detrás de la trapeadora y del balde con los que cada noche da una última pasada al ingreso principal de aquel hospital de quinta, en tanto contemplaba la desgarradora escena de la familia Bustamante, tan propia de un pueblo que más parecía un caserío perdido en el mapa político de uno de los departamentos más pobres de Colombia.
Su apellido sonoro, rimbombante, para nada coincidía con su estilo y menos la escasa calidad de vida que tenía. Hija de padre desconocido, su madre había encontrado en un viejo directorio telefónico aquel apellido a fin de bautizar a su hija con este para que así nadie la molestara y menos la tratara de bastarda. Esther era solterona. Siendo muy joven había tenido dos abortos. El primero cuando apenas era una adolescente donde el hijo del alcalde la preñó en una noche de año nuevo, mientras el pueblo entero se hartaba hasta el último trago adulterado de la zona que al mandatario le habían obsequiado, en pago a favores políticos. El segundo fue un aborto espontáneo a consecuencia de su extrema delgadez, situación que la llevó a permanecer hospitalizada durante tres semanas al punto de casi ocasionarle la muerte. Fue en ese mismo hospital de mala muerte donde se apiadaron de ella y decidieron darle el mismo trabajo que hoy y desde hace 45 años realiza todos los días, incluidos domingos y festivos.
En forma muy cuidadosa y sin llamar la atención, como el caracal que en plena sabana africana detecta a su presa para zarparle su letal garra, Esther mueve sus huesos con cautela y, mientras finge preocupación por limpiar un pequeño manchón de sangre en la despicada baldosa que se encontraba al lado de la camilla donde agonizaba el viejo Gregorio, observa si el viejo lleva puesta su dentadura postiza, la misma que su familia le había comprado cuando celebró su aniversario número 70, la cual poseía dos dientes de oro, cada uno de 18 quilates, sin duda el principal patrimonio físico y emocional del decrépito anciano.
(Apartes de la antología literaria “Cuentos pa´ pasar el rato”, de mi autoría, próxima publicar en edición impresa).