Por Andrés García
El país vive una tensa situación, producto de la agudización de la actual polarización social y política que registra Colombia. La crisis no es nueva. La violencia en el país no es un tema reciente.
El antiguo conflicto entre los partidos tradicionales, liberal y conservador, ocurrido entre los siglos XIX y XX, signados por la cruenta rivalidad de las ideas y la lucha permanente por alcanzar el poder en Colombia; la Guerra de los Mil Días (1899-1902), producto del descontento frente al gobierno conservador de entonces y de las políticas de la Regeneración por parte del partido opositor; la época de La Violencia (1946-1964); el asesinato en 1948 del caudillo liberal Jorge Eliécer Gaitán, que provocó grandes disturbios sociales, enfrentamientos armados, posteriormente sumados a la guerra en contra del narcotráfico; la guerra entre los carteles de la droga; el asesinato del Ex Ministro de Justicia Rodrigo Lara Bonilla, de Guillermo Cano, Director de El Espectador y de Luis Carlos Galán Sarmiento en Soacha; el genocidio en contra de líderes de la Unión Patriótica, UP, como Jaime Pardo Leal y luego Bernardo Jaramillo Ossa, Carlos Pizarro, más nueve congresistas, decenas de diputados, alcaldes y dirigentes de juntas comunales o del líder conservador Álvaro Gómez Hurtado – por sólo referirme a algunos casos, en su mayoría citados en la obra maestra “El Ruido de las Cosas al Caer”, del escritor colombiano Juan Gabriel Vásquez – son cicatrices de guerra que los colombianos llevamos en nuestra piel y que reconfirman que somos hijos de la violencia.
Los más recientes hechos de barbarie, como el atentado en contra del precandidato presidencial, Miguel Uribe Turbay, perpetuado el siete de junio del presente año, en la localidad de Fontibón en Bogotá, el cual es – a la fecha – materia de investigación por parte de las autoridades, nos recuerda momentos trágicos que Colombia ha enfrentado, la misma Colombia de Gabo, de las esmeraldas, del café más suave del mundo, de hermosas mujeres, del buen fútbol, de renombrados ciclistas, pero también de la nación que hasta la fecha ha sido incapaz de respetar las ideas de sus contrarios, sin incurrir en hechos sangrientos que van en contra del valor supremo: la vida humana.
Líderes de un sector y del otro, de la Colombia a gusto y a disgusto, no escapan a las balas del odio con las que se buscan silenciar las ideas, encubrir delitos, aniquilar la democracia y, por ende, opacar la grandeza de un pueblo que como el colombiano se debate en la actualidad entre el horror y la incertidumbre, la zozobra y la ansiedad, los descalificativos y los insultos, el miedo y el deseo por sobrepasar este difícil tránsito y, muy en especial, el derecho que nos asiste a vivir en paz.
Desde esta columna celebro y acompaño todo acto y manifestación en pro de la Paz; sin embargo, mi invitación va mucho más allá de las marchas pacíficas y de los grandes actos. Debemos desinstalar definitivamente de nuestra condición como colombianos esa disposición a la violencia, a ese legado infortunado de solucionar las diferencias de manera non sancta. Si bien, como lo describí al inicio de este artículo, somos hijos de la violencia, también somos descendientes de la creatividad literaria, de una naturaleza única e indescriptible, de gente – en su gran mayoría buena – de noble ancestro trabajador, “sombra fiel de los abuelos y tesoro de la patria”.
Esa disposición hacia una Cultura de Paz debe nacer desde el interior de cada colombiano y colombiana, desde la manera cómo hablamos, cómo interactuamos, cómo nos referimos al otro, cómo nos miramos, cómo nos comportamos. La Paz no es solo un acuerdo. Es una disposición del alma, sin importar rangos, credos ni banderas políticas.
*Director de Cultura y Artes de Risaralda.