Ojos Celestes (IV Parte)

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En esta oportunidad Isabella no comulgó. Tan solo Sara y la más cotilla del pueblo, Inés, atinaron al comprender el motivo del por qué aquel domingo la delicada figura de quien cada semana desfilaba como un ángel por el centro de la Iglesia rumbo al altar para recibir la comunión, no lo haría. –“Manchada por el pecado. Esta ya perdió su virtud y más tarde que temprano será un dolor de cabeza para los que habitan en la pensión”, murmuró con voz profunda y cavernosa la barragana del viejo Matías. Un frío inclemente que llegó a tocar su desgastada columna alcanzó a recorrer de arriba abajo su espalda de solo imaginarse que la joven pudiese estar embarazada del viejo. –“No creo que haya llegado tan lejos, aunque el viejo es tan puto que cualquier mosquita muerta  – con tal de heredar la casa – cedería a sus necesidades. Al fin y al cabo es hombre y las ganas de los hombres solo se calman en las sábanas”, agregó Inés mientras se persignaba tres veces y su ojo derecho no perdía pisada de Isabella, al amparo de la vieja creencia de que cuando una mujer ya no es virgen le cambia el caminao

 

-“No quiero estar un minuto más aquí. No he escuchado al Padre Aristóbulo ni he comulgado. El nudo que tengo en la garganta no me permite tragar un pensamiento más, menos una ostia”, le susurró Isabella a Sara quien halaba con cuidado a su protegida, conocedora de que los peores males que afectan al ser humano provienen de un corazón herido por el amor, como le decía de niña su madre, Matilde, quien murió cuando tenía ocho años de edad, víctima de un cáncer de seno, dejando al viejo Matías la crianza de su única hija. “Tranquila. Vamos a buscarlo a la Plaza Principal. Alguien allí nos dará razón del Ángel. Cualquiera lo identifica fácilmente. Esa carita no es de por estos lares”, señaló Sara, apurando el paso en medio de la estampida de feligreses que abandonaban el templo abriendo sus sombrillas para protegerse de la lluvia que no dejaba de caer sobre el pueblo, con la sensación de que alguien no les quitaba el ojo de encima. –“Dios las bendiga hijas mías, vayan siempre por el camino recto que Dios todo lo ve”, les dijo el Padre Aristóbulo en tanto ambas se alejaban rápidamente para resguardarse del fuerte torrencial.

-“Júrame que esto que vivimos es real. Júrame que el amor que sentimos es solo nuestro y real. Júrame que siempre permaneceremos unidos, defendiendo este sentimiento por encima de lo que opinen los demás”, le decía Isabella cada noche a El Ángel, antes de quedarse dormida en su pecho, abrazándolo con sus más profundos sentimientos. –“Niña bonita, no me puedes pedir lo que ya te he entregado”, le decía Camilo en su oído mientras emprendían un sueño conjunto, vencidos ante el agotamiento de los instintos y la sublimación de sus almas. Ambos reconocían que aquel sentimiento los uniría por siempre, pues tan entregados estaban el uno al otro como inexpertos eran en las lides del amor. -“Corre a tu cuarto mi bonita. No está bien que Don Matías ni nadie te vea salir de mi habitación a estas horas de la madrugada. Lo que menos deseo es que estés en boca de todos y mancillen tu buen nombre”, le decía en cada alba Camilo a su amada. Ella cubría con su camisón de algodón las cenizas del cuerpo que cada noche ardía en pasión, abandonando el lecho al que más tarde regresaría con la promesa de avivar las brasas que continuarían encendidas durante el día, todos los días.