10:45 a.m. Una turba de estudiantes, procedente de varios municipios de Cundinamarca, se apresura a ingresar a la trigésima quinta versión de la Feria Internacional del Libro de Bogotá, por la puerta que exhibe un gran letrero que pende en uno de los costados de Corferias y que en llamativos colores anuncia la frase: Invitados Especiales.
A ellos no les importa leer el aviso, como probablemente tampoco les interese leer un libro. Pareciera que estuviesen allí en cumplimiento a la exigencia académica que doña Olga, la veterana bibliotecaria del colegio – de lentes redondos y gruesos, blusa almidonada y falda de tafetán bordada a mano les impusiera, como requisito indispensable para aprobar conducta y buen comportamiento y con ello subir el promedio bimestral.
Yo, por mi parte, observo aquel acceso como el reo que – después de pagar su larga condena – no deja de mirar la puerta que lo conduce a la libertad. Leer es el mágico portal que nos arroja hacia nuevos universos de imaginación y contenido, emancipando al pensamiento de las ataduras que el desconocimiento impone. No leer es equivalente a una condena de muerte donde la llama del espíritu de la aventura se extingue ante la presencia del viento que la ignorancia exhala.
Logro ingresar a la Feria más esperada. Un ejército de pabellones desfila ante mi en tanto tropas de libros agitan hojas del las que se desprenden millones de frases y letras inspiradoras, creando el camino que me conducirá hacia el stand de la editorial que publicará mi obra, la misma casa que meses atrás observase con lupa de relojero cada párrafo, cada letra que la componen, en forma sigilosa, cautelosa a fin de no dejar escapar expresión impropia que altere el contenido del articulado, so pena de terminar en el cesto del editor asignado, con un INRI por lápida, diciendo: Aquí yace el rey de los malos escritos. ¡DENEGADO!
Por fortuna, no fue así. El texto redactado encontró coraje entre sus párrafos y, como un quijote de la letras, se antepuso ante la mirada escrutadora de quien lo analizaba para cabalgar por entre sus páginas dejando la estela de valor hacia al esperado sí y como premio de consolación exhibir su estampa en estanterías físicas y virtuales de varias librerías en Colombia y por fuera de sus fronteras.
Una señora pasa y me golpea con su bolso. El afán la lleva del brazo. No me importa. Me acerco al sanedrín del conocimiento, al altar de las letras, al cenobio de las artes escritas que vio valor en mi obra para conectar con su entorno celestial, un entorno que reconoce el trabajo literario de quienes – quizás ilusos – decidimos apostar al universo de las letras, a escribir, a leer, a reemplazar minutos de sueño por horas de silente redacción y lectura. A dejar de estar para comenzar a ser, ser leyendo.
De pronto, allí está, mi editorial, una heroína en medio de dragones y otras editoriales. Su estética sobria me da la bienvenida como los principales mandos de defensa de una gran nación ovacionan en silencio al soldado sobreviviente de la guerra. De alguna forma escribir es batallar con la hoja en blanco, es disparar municiones enteras de letras con sentido, en procura de salvaguardar el frente de las ideas, sin desfallecer en el campo minado de la melosería. “¡Bienvenido! Lo estábamos esperando!”.