Por Andrés García
El hombre es un ser social, decía Aristóteles. Necesitamos de los otros para sobrevivir; sin embargo, ¿En cuántas ocasiones ese necesitar de los otros se constituye en óbice para alcanzar nuestra propia plenitud individual? ¿Requerimos de la aprobación de los demás? ¿Cuánto influye en nuestra manera de ser y de pensar la aprobación de un tercero? ¿Dejamos de ser aquello que estamos llamados a ser por satisfacer un patrón cultural? ¿Somos en realidad?
Estudios acerca de la constitución de la personalidad del individuo precisan que esta se forma en los primeros cinco años de vida. Es decir, los primeros años de la existencia son de fundamental importancia para sentar las bases de la personalidad de lo que será el sujeto en adelante, entiéndase el término “sujeto” porque en realidad queda “sujeto” a la estructura social, a sus arquetipos, a partir de lo que esa misma sociedad define, implanta, establece.
Nuestro vínculo con el mundo, la relación con la madre, si fuimos o no amamantados, con la figura del padre (o en su defecto con la figura de autoridad cuando este no se encuentra), el entorno en el que reptamos, gateamos y luego caminamos, el núcleo básico familiar y su manera de interrelacionarse, la comunidad, la palabra empleada, el entorno inmediato, la imagen del colectivo cultural al cual se pertenece, el lugar donde se nace, la lengua materna, los hábitos y costumbres, la forma en cómo se manejan o no las emociones, todo a nuestro alrededor está configurado en grupo, anulando prácticamente la relación de uno con uno mismo. No obstante es uno quien debe salir y solo al mundo para luego ser ese mundo.
¿Qué hace por ahí solo como un bobo? ¡Venga e intégrese! … Suele ser una expresión recurrente en la sociedad latinoamericana. Lo que probablemente hemos subestimado es que quizá sea ese “estar solo” el primer y gran paso diferencial para detenerse a contemplar el espacio y rol que cada uno ocupa o debería de ocupar en el mundo; sin embargo, la opción se cercena ante la imposición social de integrarse siempre con el clan.
No estoy en contra ni mucho menos de la máxima griega. Debemos convivir en comunidad. Con lo que no estoy de acuerdo es que esta sea interpretada como la única opción ¿La interdependencia se sobrepone a la independencia del ser? ¿Acaso para ser con el otro no es primero condición necesaria ser uno mismo?
Trabajamos con aquello que nos decimos, con nuestro diálogo interior. “Damos sentido a la vida a partir de la historia que nos contamos”, afirma la escritora inglesa Philippa Perry, psicoterapeuta, autora de varios best seller, entre ellos “El libro que ojalá tus padres hubieran leído y que a tus hijos les encantará que leas”, un trabajo literario que trata acerca de qué es lo que realmente importa y qué comportamiento debemos evitar con nuestros hijos. Romper ciclos y patrones negativos es uno de estos.
En mi concepto, aprender a estar solo, familiarizarse con uno mismo, sentirnos a gusto con nuestra propia compañía, hará de cada ser humano alguien realmente social en la medida en que trabajando en uno mismo, es cuando se aporta al grupo.
Primero hay que ser uno, para luego ser con el otro. No a la inversa. Quien no se conoce a sí mismo, difícilmente podrá llegar a conocer a alguien más. Quien no se escucha a sí mismo es incapaz de escuchar a otro. Quien no se ama a sí mismo ¿Podrá acaso a amar a alguien? ¿Quien no está a gusto consigo mismo, puede estar a gusto con alguien más? Aprender a estar solo tiene mucho poder. *Director de Cultura de Risaralda.