Por Andrés García
Uno de los recientes textos que he leído ha transformado especialmente mi mirada ante estos héroes del tiempo, objetos resilientes, evolutivos, silenciosos, próceres, libertarios, contestatarios, genuinos, mártires, dolientes, sintientes, testigos de la civilización desde hace más de 5 mil años: Los Libros.
Gracias a la autora de El Infinito en un Junco, la filóloga y escritora española nacida en Zaragoza, Irene Vallejo, premio nacional de Ensayo, he podido conocer a fondo todo lo que guarda la historia de la invención de un artefacto tan especial como lo es un libro.
Damos por sentado que este compañero leal, de tapas duras, hojas prensadas con historias y contenidos reveladores, existió tal cual los conocemos desde sus inicios, ignorando por completo su proceso evolutivo quizá tan complejo y fascinante como el propio desarrollo ontogenético y filogenético del hombre.
Y es que al igual que la raza humana, los libros han tenido su propio proceso darwiniano. En la antigüedad los primeros textos fueron escritos en cavernas, sobre piedras, barro, madera, metal y posteriormente lozas y otros materiales pesados que dificultaban su circulación.
Las necesidades comerciales dieron origen al alfabeto: Primero las cuentas, luego los cuentos. Dos II simbolizaban amistad; una X, confrontación, la M representa el mar, la N la serpiente, la O el ojo y la E acostada un canto de alabanza “Das alegría con tu presencia”, según un escrito egipcio.
En Mesopotamia, China, India y Egipto se desarrollarían los primeros escritos, siendo los egipcios quienes transcribirían sus pensamientos en el Junco de Papiro, el cual hunde sus raíces en las aguas del río Nilo, lo cual representó un avance significativo por vestir el aire, según nos ilustra la autora española.
Rollos de papiro con manuscritos comenzaron entonces a llegar a la Biblioteca de Alejandría, uno de los grandes tesoros de la humanidad, legado de las ideas de Aristóteles en la antigua Grecia y así de Egipto a la ciudad de Pérgamo en Turquía, de donde proviene el término pergamino, en la época del Rey Tolomeo. Allí perfeccionaron la técnica oriental de escribir sobre cuero – como nos enseña Vallejo – hasta la invención de la Imprenta hasta nuestros días, en la era digital, el e-book, etc.
El libro (para mi gusto mucho mejor en físico), el susurro de la memoria, es un pasaporte sin caducidad, es quizás una de las más fieles compañías a las que podamos acceder los seres humanos. Un libro te aconseja, te ilustra, te guía, te enseña, te ayuda a conocer, a ampliar el horizonte de la comprensión, a entenderte a tí y por ende el entorno.
Como diría Walter Benjamín, “Adquirir un libro es un acto de equilibrio al filo del abismo”, un acto de equilibro para no caer en ese precipicio de lo banal que enfrentamos diariamente en los tiempos que corren donde las redes sociales, lo inmediato, lo superfluo, lo fugaz, la desinformación, la promiscuidad de los egos exacerban el ambiente y conducen a que el pensamiento yerre constantemente, ocasionado descalificativos, odios, polarización y muerte.
Un libro no es algo anecdótico. Es medular para la existencia humana, disciplina la mente, aconducta el pensamiento, le brinda horizonte, método, rigor, sosiego, apaciguando el ruido interior, creando nuevas conciencias. ¡Es allí donde deberíamos volcar nuestros esfuerzos! Motivar a la personas a leer, a nuestros niños, jóvenes y adultos es una estrategia de supervivencia social para controlar el estrés. Como diría Charles Dickens “Hacer el mejor de los tiempos en el peor de los tiempos”. Gracias Maestra Irene por permitirnos conocer más acerca de este valioso viajero del tiempo. Los dejo. Sigo leyendo. Secretario de Cultura de Risaralda.





