¡Corten!

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Por Andrés García

Recuerdo que estando muy niño solía irse con bastante frecuencia la luz. Nuestra casa, antigua, grande, espaciosa, rodeada de jardines y terrazas, se transformaba automáticamente en el escenario donde historias de horror y muerte cobraban vida.

Tan frecuentes eran las idas de energía como la disposición de mis hermanas y mía de aprovechar la oscuridad para, al calor de una vieja lámpara de petróleo que mi padre colocaba en el centro de la mesa del comedor auxiliar, encender nuestros espíritu en absoluta disposición de escucha.

La historia acontecía en la cocina. La nevera se transformaba ante mis ojos y parecía un gran mausoleo, la alacena se convertía en una antigua tumba faraónica y el mesón la mesa para la preparación de los alimentos en una plancha de torturas. Mi imaginación transmutaba con prodigiosa facilidad los utensilios de cocina en variadas e incontables armas letales, material con el cual se podía infligir torturas, recreación en la cual el cuento de terror adquiría el contexto necesario hasta erizarme el último de los bellos de mi lampiño cuerpo.

De pronto, al estilo de las películas de miedo, un ruido se alcanzaba a escuchar en la sala. El silencio se apoderaba de todos. Nuestras miradas se cruzaban en tanto tragábamos saliva y los labios se sellaban. Los inmensos ojos negros de mi padre se dirigían a uno de los extremos de la cocina, mientras su ceño fruncido delataba su intento por querer escuchar más acerca de lo que sucedía en el otro extremo de la casa, para posteriormente centrar su mirada fija en mis ojos en tanto pronunciaba: ¡Viene de la sala!

La vieja lámpara de petróleo proyectaba en las paredes nuestras sombras, gigantes y deformadas. Aquellas más parecían una corte de fantasmas que nos vigilaban. Estaba paralizado, petrificado. El miedo me secuestraba por completo. No lograba entender en qué momento la fascinación que me producía estar en familia a oscuras, escuchando historias de miedo, se convertía en un temor paralizante, indecible, silencioso, interrumpido abruptamente por los fuertes latidos de mi corazón que cada vez parecían sonar más y más duro, como redoblantes de efectos especiales de una trama de misterio al estilo del famoso guionista británico, Alfred Hitchcock.

La trama a blanco y negro se convertía en pesadilla tecnicolor. La vieja puerta de la cocina que conducía al patio trasero sería violentamente vencida en cualquier instante por grupo de asaltantes que, aprovechando la oscuridad, ingresarían a nuestra casa para robarnos y asesinarnos sin clemencia y total impunidad. Nadie sabría a ciencia cierta que nos ocurrió, pensaba.

La noche extendía su manto oscuro sobre todos, actuando como cómplice de los fieros malhechores que, seguramente – a estas alturas – ya tenían rodeada la casa, mientras un comando armado, inhumano, con espíritu renegado habría ingresado por una de las ventanas delanteras y con linternas buscaban la familia que allí vivía: La mía.

Algo suena , la nevera se recarga, el televisor se enciende a un alto volumen y la luz de la cocina se prende. La luz ha regresado. Mi padre, ágil de pensamiento aprovecha el momento y hace una gran mueca en su rostro en tanto que con voz gruesa, en tono de ultratumba, estalla en sus labios un ruido estridente que hasta los vecinos alcanzan a escuchar: ¡Buuuuuuuuu!

Mis hermanas y yo saltamos y gritamos al unísono como si de la potencia de nuestros alaridos dependiera nuestra existencia, en tanto le suplicamos a nuestro padre apagar las luces para continuar con el espeluznante episodio. De repente, otro grito irrumpe en la escena: “Se acabo la pendejada. Todo el mundo a dormir que mañana hay que madrugar”, advertía mi madre desde el cuarto, como aquel Director de obra que en el momento culmen de la escena grita ¡Corten!

*Texto de la antología literaria “Cuentos pa’ pasar el rato”, autor Andrés García.