Por Andrés García
No deja de asombrarme la capacidad que tiene el hombre de desconectarse con el universo de infinita abundancia del que hacemos parte, al permitir que un desborde de emociones inunde su razonamiento. Lo natural, lo simple, lo elemental – la lluvia, el sol, un amanecer, una buena conversación, una sonrisa, el diálogo fraterno – parecieran no importar al momento del tsunami emocional.
El sujeto egoico se antepone a la grandeza del ser, la riada emocional al llamado del potencial humano capaz de sensibilizarse con la naturaleza, con el otro que no es nada distinto a su propia extensión, a la luz del universo cuántico del cual todos formamos parte. ¡Somos el otro y ese otro, somos nosotros! La energía subatómica crea una sinfonía imperceptible a los sentidos que, en particular, el analfabetismo emocional desconoce.
¡Todo está conectado! Somos parte de un macro sistema, holístico, de energía pura y, por tanto, cualquier acción que emane de mí, de nosotros, regresa energéticamente y de forma multiplicada, incluida la crecida administración emocional. Las emociones son naturales. Por tanto, necesarias; sin embargo, una inadecuada administración alimenta la caparazón del ego, escudo que construimos desde la infancia al empezar a ser sujetos sociales, inscritos en un sistema cultural, en un tramado de dictámenes, creencias, pensamientos, hábitos, comportamientos, conductas y acciones que aprehenden al ser, procedentes de un modelo de programación apriori que define qué y cómo pensar, qué y cómo actuar y, peor aún, qué y cómo sentir.
Somos, por lo general, una cultura emocionalmente analfabeta. El AE coloniza el pensamiento, disfrazándolo de razón. Desconocemos el abecedario de nuestras propias emociones, desde donde invalidamos el discurso del otro, lo que dice o sustenta. No importa qué piense ni que sienta. El AE invalida la lógica del contradictor, vistiendo su particular razón con las llamativas prendas que el ego porta.
Su soliloquio conduce al desgaste paulatino, erosionando el terreno del ser. El AE se las ingenia para anteponer su distorsionada visión, el ruido mental, por encima de las múltiples y legítimas maneras de la expresión humana, entre ellas el arte. Al AE no le interesa qué es lo que el otro calla, en tanto su ego hable, revelando lo que no dice. El AE afecta la percepción de la realidad. “La realidad de la otra persona no está en lo que revela, sino en lo que no puede revelarte. Por tanto, no escuches lo que dice, sino lo que calla”, Khalil Gibran.
Antes de atacar, criticar o descalificar a nuestros semejantes, deberíamos aprender a escuchar más y mejor y de paso observar cuál es el discurso emocional que estamos reproduciendo, ¿Un discurso de baja autoestima, insatisfacción, malestar, odio, rabia, descalificación y de desconexión con el todo, con el otro? Probablemente.
Cuando vemos bondad en el mundo, proyectamos la bondad que habita en nuestro interior. Cuando todo es un problema, cuando nada sirve, se evidencia el AE al momento de interactuar, a la hora de ser y de estar en el mundo. ¡Cuando alguien no escucha razones válidas, es porque su AE le ganó la partida!
“Lo que eres habla tan fuerte que no puedo escuchar lo que dices”, decía Emerson. Quizá esta sea la reflexión a partir de la cual podamos avanzar hacia la solución de los conflictos que – culturalmente – enfrentamos, el primero de ellos: el analfabetismo emocional en el discurso propio.
*Director de Cultura de Risaralda.